CAPÍTULO XXXVII – BUQUE “CASTILLO DE MONTERREY” SEXTO EMBARQUE
Esta vez me mandaron al “Castillo de Monterrey”. Embarqué en Génova (Italia) y desembarqué en Sagunto; como siempre, cemento para USA y grano o petcoque para España.
Tuvimos que pasar por Madrid donde nos dieron los billetes, e intentaron que fuese yo el que los repartiese, pues era sábado por lo que las oficinas estaban cerradas y sólo estaba la persona que los tenía. Me negué y me limité a coger el mío y que cada uno se las ventilase como pudiese, ya tenía experiencias de este tipo y no me iban a coger nunca más.
Salimos desde Barajas y llegamos a Génova sobre las doce de la mañana. Nada más llegar nos estaban esperando tres microbuses en los que nos trasladaron a una pensión denigrante, por lo que fui a ver la habitación y decidí que no me quedaba allí, así que lo comuniqué a todos los tripulantes por si alguno quería buscarse otro lugar, aunque dejando claro que yo no lo pagaría sino que deberían reclamarlo posteriormente a Madrid.
Sólo nos fuimos el Primer Oficial, Manolo Benítez y el Radiotelegrafista, Edmundo. Así que llamé a un taxi y le dije que quería un buen hotel, cerca de donde estaba la oficina del consignatario que era el centro comercial de Génova.
Ya íbamos advertidos desde Madrid que hasta el lunes no se podía hacer el relevo de tripulación pues eran normas italianas y, por lo tanto, teníamos que quedarnos en el hotel todo el fin de semana.
Nada más instalarnos fuimos al barco. Pasamos todo el fin de semana comiendo y cenando fuera, hasta que el lunes a primera hora me personé en la oficina del consignatario a quién indiqué dónde estábamos hospedados y que pasaran nuestra factura cuando dejáramos el hotel. No hubo ningún problema y se hizo el cambio de Capitán en el Consulado.
Se me había olvidado comentar el ‘bodrio’ de la bodega uno de estos dos buques cementeros. En proyecto era una bodega normal, quiero decir que no estaba preparada para cemento, pero durante la construcción a alguien se le ocurrió que, para aprovechar más los viajes con cemento, se podía habilitar también la bodega uno. Así, se prolongaron las tuberías de cemento hasta esta bodega y se hicieron cuatro tolvas, dos a cada banda.
Las otras dos bodegas para cemento –la tres y la cinco– tenían un diseño especial y contaban con ‘gantry barredor’, un puente móvil que se desplazaba sobre el techo, con unos tornillos sin fin que llevaban el cemento desde el centro de la bodega a las bandas para, así, ir alimentando las tolvas y, a su vez, en cada pasada bajaba unos centímetros hasta llegar al plan de la bodega.
Esto, en principio estaba muy bien, pero como en la parte de popa de estas bodegas estaban los acumuladores desde los cuales, una vez llenos, se mandaba el cemento hasta el silo en tierra, esta parte era más estrecha, por lo que les adosaron unas tolvas centrales para que el gantry pudiese hacer su labor y llegar hasta el plan sin problemas.
Pero durante la construcción a nadie se le ocurrió que estas dos últimas tolvas quedaban dentro de los cofferdams, tanques de lastre centrales, y que, por lo tanto, mientras estaban con lastre, en caso de avería no se tenía acceso a ellas, lo que dificultaba el trabajo del gantry hasta tener que pararlo para no causar averías. Tuvieron que arbitrar una solución de emergencia consistente en una especie de túnel a través del inundable por el que había que colarse; era tan estrecho que siempre se le denominó como el ‘túnel del raposo’.
Siguiendo con la bodega uno: cuando ésta estaba llena, el cemento llenaba las tolvas y se podía descargar, pero cuando éstas se descebaban, ya que el cemento tiene un ángulo de inclinación muy alto, venía el problema, pues el pico de la montaña en la parte central de la bodega llegaba hasta la parte alta de la misma, unos veinte metros, y tirar este cemento se hacía interminable.
Se utilizaron muchas soluciones de emergencia, como una serie de tubos en los costados de la bodega, desde arriba hasta abajo y meter aire a presión para tratar de tirar el cemento. Ninguna de estas soluciones funcionó.
En uno de los primeros viajes con cemento en la bodega uno, a través del consignatario contacté con una empresa a la que alquilamos un ‘fronted loader’, una pala de grandes dimensiones, pero teníamos que llevar al conductor de la empresa.
Y ésta fue la solución definitiva. Costaba caro, pero merecía la pena. Mandaban a un conductor negro, tan grande como un jugador de rugby, que se metía en la bodega con sus puros y no se sabía de dónde era el humo que salía de ella, si del cemento movido o del humo del puro.
Permanecía dentro de la bodega entre ocho y diez horas, durante las que no salía para nada, sólo de vez en cuando pedía una cerveza, para seguir en la faena. Al principio dejaba caer el cemento sobre la tolva y con la pala lo golpeaba para meterlo por el agujero de la misma, hasta que le dijimos que solamente tenía que empujarlo, que el resto ya lo hacíamos nosotros.
En este viaje se alquiló la máquina y el maquinista, que se metió en la bodega para descargar el cemento. Mientras esto sucedía, en la grúa, a uno que se había utilizado para meter la máquina abordo, se le partió el amantillo que cayó desde lo alto, siendo aguantado, antes de tocar en la cubierta, por el amante y la pasteca. El amante aguantó bien el golpe, pero la pasteca quedó destrozada.
Una vez hubimos comprobado que nadie había sufrido daño, contacté primero con el consignatario para saber qué costaba traer una grúa de tierra con la que sacar el ‘fronted loader’ de la bodega uno. Dado que era un muelle público, me comentó que debía contratar una mano de estibadores y la grúa, y que esto supondría más de diez mil dólares. Pero como el barco iba a descargar cemento en Port Cañaveral y éste era un muelle privado, era mejor dejarlo y sacar la máquina allí, ya que sólo tendríamos que pagar la grúa que hiciese el trabajo y el transporte de la máquina hasta Port Everglades, como es lógico muchísimo mas barato.
Con todos estos datos en mi poder llamé a las oficina a Madrid y hablé con un inspector –vamos a llamarle el primero–, que me mandó al segundo, éste me remitió al al tercero y este al cuarto quien, a su vez, volvió a mandarme al primero; le dije que con éste ya había hablado y decidí terminar la conversación.
Recordé este momento cuando me quedé de Capitán y subió D. Néstor a bordo, y de sus palabras: “tú me llamas a mí, que tampoco te voy a resolver el problema, pero nos vamos a hinchar de reír”. No pude llamarle porque ya se había jubilado.
Efectivamente, a la llegada a Port Cañaveral vino una grúa, sacamos la máquina que se envió a Port Everglades. El coste no superó los mil dólares y una caja de vino fino.
Posteriormente me dijeron en Madrid que no se explicaban lo de la caja de vino. Me arrepentí de haber conseguido realizar todo más barato, pues para la oficina lo único que valían eran los papeles.
La vuelta la hicimos con petcoque y la descarga fue en Sagunto. No me tocó hacer ninguna negociación con la tripulación como en un viaje anterior, pues habían puesto tales precios que en esta ocasión fue más rentable traer estibadores desde Escocia para que hicieran la descarga con las grúas del buque.
Cuando llegamos a Sagunto teníamos un amantillo nuevo para ponérselo a la grúa uno. Una vez izado a bordo me fui a cubierta para dirigir la operación de cambio del cable, pero una vez allí me encontré al Inspector, Paco Pedraz, dirigiendo el cambio, así que le dije al Primer Oficial que iba a la playa y que si había algún problema y me necesitaba tocase el pito del barco.
Mientras se descargaba teníamos que achicar el agua de las bodegas, ya que este producto se embarca muy mojado para que no pueda incendiarse, pero el puerto se quedaba con una nata por encima como la que puede verse en la foto. Menos mal que no fuimos denunciados.
Tuvimos la suerte de que era un pantalán abierto y como achicábamos por la noche y el viento iba hacia el mar, se llevaba las manchas.
Foto de una de las manchas que no hubo mas remedio que tirar de día, estábamos acabando y no se podía esperar a la noche.
En la fotografía, mis hijos Pablo y Jorge, en la playa. Al fondo, el barco mientras descargaba. Como dije antes, me pasé una descarga fenomenal pues lo vi todo desde la playa.
Otro de los ‘bodrios’ diseñados para realizar la carga de cemento en las bodegas tres y cinco, fueron los ‘aerodeslizadores’, fluidificadores del cemento para mandarlo a la banda contraria de la que entraba. Como he comentado en un capítulo anterior, no sirvieron para nada.
Durante el viaje de vuelta a Florida, y como los ‘aerodeslizadores’ no servían para nada, además de estorbar en su estiba, ya que iban encima del gantry y entorpecían la limpieza de los mismos, una vez terminada la descarga de cemento se fondearon en el pañol grande: el océano. En la foto se puede ver el momento en el que uno de ellos es lanzado al agua.
Después de realizar la descarga de cemento volvimos a cargar al Río Mississipi. Desde que cambiamos de práctico de mar al de río, supe que íbamos a tener problemas con él.
Estaba de mal humor porque no podía ver un partido de rugby, o de baloncesto, en la televisión, en su casa, y se había traído una pequeña tele que instaló en el puente, pero debido a todas las vueltas que se van dando de vez en cuando, ésta dejaba de verse.
Cuando estuvimos cerca del atraque mandó dar más máquina, lo que no consideré oportuno pues podíamos tener algún percance. Así se lo dije, tras lo que se puso a chillar y a protestar. Le dejé terminar y me puse en contacto con el Coast Guard para explicarle lo que había pasado: la televisión en el puente y su actitud.
Le mandaron ponerse y le echaron una bronca que quedó más suave que un guante. Le ordenaron también que se disculpase conmigo y, en caso de no hacerlo, me indicaron que les informara posteriormente.
A partir de este momento todo fue bien, pues el hombre se tranquilizó, dejó de ver la televisión, y la maniobra salió perfectamente.
Se comentó a bordo que en uno de los viajes, el Capitán, uno de los que solíamos relevarnos en estos buques, le había comentado a los de Rinker que le habría gustado visitar los oficinas centrales en West Palm Beach.
Al día siguiente les enviaron una limusina para él y el Jefe de Máquinas, Abraham Echevarría (q.e.p.d.), y desde Port Everglades les llevaron a la central donde les enseñaron todas las instalaciones. Más tarde les llevaron a un hotel donde les habían reservado un par de habitaciones para que pasasen el día y regresar a bordo por la mañana del día siguiente.
Durante la comida entablaron conversación con dos chicas guapísimas, con las que tomaron unas copas y Abraham ya había pedido que le mandaran un coche para regresar a bordo, así que se quedó solo el Capitán con las chicas.
Al día siguiente regresó a bordo y le comentó a Abraham el ‘ligue’ que había hecho.
Esto me lo comentó más tarde Abraham, en una de las ocasiones que coincidimos en el mismo buque. Como hombre de más edad me decía que se había creído que había ligado, y no se lo ocurrió pensar que se lo habían preparado y que él se lo estaba imaginando; por eso dijo que tenía que volver a bordo.
Abraham rondaba entonces en los cincuenta y cinco años, sacándole al Capitán casi veinte.
Otra de las ocasiones que María José estuvo a bordo durante la estancia en España, una de las mujeres de algún oficial le comentó esta anécdota, y lo bien que se lo había pasado el Capitán, a ello que respondió que “si a mí me habían llevado no había aprendido nada nuevo”, dando así por terminada la conversación.